"Que la Muerte en la altura, como un sol nunca visto,
haga abrirse las flores que contiene el cerebro."
- La Muerte de los Artistas. Las Flores del Mal, Charles Baudelaire.
La Profezia, Roberto Ferri.
"Poseeremos lechos colmados de aromas
y, como sepulcros, divanes hondísimos
e insólitas flores sobre las consolas
que estallaron, nuestras, en cielos más cálidos.
Avivando al límite postreros ardores
serán dos antorchas ambos corazones
que, indistintas luces, se reflejarán
en nuestras dos almas, un día gemelas.
Y, en fin, una tarde rosa y azul místico,
intercambiaremos un solo relámpago
igual a un sollozo grávido de adioses.
Y más tarde, un Ángel, entreabriendo puertas
vendrá a reanimar, fiel y jubiloso,
los turbios espejos y las muertas llamas."
La Muerte de los Amantes.
Las Flores del Mal,
Las Flores del Mal,
Charles Baudeliere
Hace unas semanas que vengo estructurando
lo que sería la entrada que iba a celebrar el cumpleaños de mi blog. Porque sí,
aún para mi sorpresa, el 14 de Junio este proyecto que inicié con mucha ilusión
y con muchas ganas está cumpliendo un año. No ha sido siempre fácil sacar el
tiempo, y muchas veces (la mayoría) las ideas. Pero aquí estoy, celebrando 14
publicaciones y esperando que a este año se le sume otro y otro y que mi poesía
algún día logre siquiera llegarle a los talones a la de los grandes maestros.
Para esta entrada quería hacer algo
especial o hablar de algo por lo que sintiera una gran pasión, de manera que preparé
un temilla místico sobre el Sello de la Verdad de Dios. Estaba ya decidida con este
tema cuando un día en la universidad se me acerca alguien y me dice: “¿te puedo pedir un favor?”, yo le dije “claro”, y para entonces ya me esperaba
algo de alguna forma relacionado con la academia. “¿Puedes hacer una entrada sobre tu percepción de la muerte?”. Si me
tomó dos segundos para convencerme que era un gran tema fue mucho. Pero la
decisión de aplazar la otra entrada y publicar esta la tomé un poco después,
cuando empecé a estructurarla y me di cuenta que este era el tema que estaba
buscando para cerrar el ciclo de un año e iniciar el nuevo.
Así que ya lo saben. Esta vez voy a
permitirme compartirles mi perspectiva y la de otros artistas que lo han
expresado por medio de palabras, imágenes o música, sobre aquel tema capital
conocido como la Muerte. Para algunos es una parte tan fundamental de la
existencia como la misma vida, para otros es un tabú que debe evitarse con el
fin de evadir la desgracia, pero para todos, sea cual sea nuestra concepción,
es un tema que se ha ganado por lo menos un par de reflexiones en algún momento
de nuestra vida. Pues bien, para quien se esté preguntando porqué alguien
celebraría el cumpleaños de algo hablando sobre la muerte le puedo preguntar de
regreso “¿por qué no?”. La Muerte,
para empezar, nunca ha tenido un significado negativo para mí. No es algo a lo
que se le deba temer, no es algo que nos deba tener pensando en el qué será, ni
mucho menos es un final. Si observamos a la naturaleza, desde sus formas más
simples a las intrincadas estructuras del universo, podremos notar sin mayor
esfuerzo que todo cambia y evoluciona.
Las cosas tienen sus ciclos, nada permanece estacionario. El cambio es
necesario para que la naturaleza se recree en sí misma y alcance nuevos
estados.
Todo, los animales, las plantas, las
estrellas, mueren. ¿Por qué escoger ver en esto un mensaje fatalista del fin
que nos espera a todos y no escoger en cambio ver la trascendencia y la
naturalidad que se esconde detrás de un proceso que, como mínimo, se encarga de
producir nueva vida? ¿por qué le huimos al cambio cuando el cambio mismo lleva
a la adaptación y al perfeccionamiento de las especies? ¿por qué decidimos ser
enterrados en cajas de madera, maquillados, empolvados y vestidos, con
pertenencias materiales, cuando en realidad deberíamos volver al seno de la
tierra desnudos y limpios tal como fue cuando vinimos al mundo? Ser enterrados
en la tierra y ser fuente de nueva vida es algo más natural. Si el cuerpo
material es algo perecedero, entonces ¿por qué no entregarlo finalmente al
servicio de la vida y no al de la simple tradición?
Claro que aún queda ese tema que se
interna en el terreno de lo desconocido y al cual nadie tiene una respuesta. Y
tiene que ver con la conciencia y con
el miedo mismo que origina la muerte: ¿dejamos
de existir cuando morimos?
Sobre decir que a partir de aquí es pura
especulación y mera opinión mía y que respeto muchísimo la diversidad de puntos
de vista, pero para alguien que vive admirada de la perfección del universo, es
simplemente imposible no creer en la trascendencia
de la conciencia, por llamarlo de alguna manera. Hace mucho tiempo que
empecé a pensar que en materia de imaginación los humanos nos quedamos cortos. Nos
quedamos cortos cuando concebimos creencias, religiones y tradiciones meramente
antropocentristas. Nos creímos concebidos a imagen de un dios y empezamos a
mirar por encima del hombro a las otras especies. Nos olvidamos que no somos
más que un punto diminuto en medio de un universo vastísimo que existe
alrededor y dentro de nosotros. Todos,
por más insignificantes que seamos en comparación al gran lienzo universal
somos una parte de él, somos una parte de un todo caótico que en medio de su
caos es perfecto.
La energía no se destruye, se transforma,
y dicha transformación es posible gracias al cambio, a aquella fuerza que
desencadena un suceso en otro. La conciencia individual es algo que todos
reconocemos, porque es algo que experimentamos diariamente, pero, si algo como
la conciencia individual existe ¿Por qué no existiría una conciencia global,
digamos una conciencia como especie? Claro que a la raza humana le falta en
este aspecto “mucho pelo para moño”, como diría mi señora madre. Protegemos,
luchamos, soportamos y sufrimos, pero sólo por ese cerradísimo grupo de
personas extremadamente cercanas a nosotros. No nos preocupamos realmente por
aquellos a quienes no conocemos. Es más, ni siquiera nos preocupamos por nuestra
descendencia y la clase de planeta que le vamos a entregar a nuestras
generaciones futuras. Siendo parte de una misma raza nos tratamos como
enemigos, distanciados unos de otros por las más pequeñas diferencias, llámense
color de piel, sexo, orientación sexual, religión o cultura.
No obstante, y a pesar de esto, sigo
creyendo que existe una conciencia, muy débil aún, que conecta a cada persona
sobre la tierra. Otra conciencia más grande que involucra a todos los seres
vivos en este planeta. Y finalmente, una conciencia universal que unifica a
todas las cosas y a toda la energía del universo. Cuando pienso en eso me
siento capaz de mejorar cada vez un poco más y de sentirme en cierto modo
orgullosa por ser una parte del todo que me sorprende siempre con cada cosa nueva
que aprendo. Para ser parte de ese todo de una manera más integral y menos
destructiva, necesitamos alcanzar nuevos niveles de conciencia por medio del
perfeccionamiento como personas que podamos tener en vida y de ese salto
desconocido que es la muerte y que nos llevará, quizá, a nuevos niveles
evolutivos.
Hasta allí con mis creencias. Llegados a
este punto es muy posible que mis lectores crean que estoy medio loca y que
nada de lo que digo tiene lógica o fundamento, lo que en parte es verdad. El
otro lado será un misterio que sólo nos será revelado el día mismo de nuestra
muerte. Hasta entonces, deberíamos vivir la vida en paz y con intensidad y no
olvidarnos jamás que somos uno con la naturaleza y que a ella le debemos
respeto y protección.
Por cierto, para quien le haya causado
curiosidad el título de la entrada, se trata del nombre de la pintura de William-Adolphe
Bouguereau, traducida al español como “el
Despertar de la Tristeza” y al inglés como “the First Mourning” (el primer luto). La obra presenta el momento
en que Adam y Eva encuentran el cuerpo inerte de Abel, tras ser asesinado por
su hermano Cain. Este suceso es la primera muerte humana a la que se hace
mención en la biblia.
Y como acostumbro a hacer, les comparto
mi escrito titulado Proserpina, que rompió record de longitud en comparación a
lo que normalmente publico.
Premier Deuil, William-Adolphe Bouguereau, 1888.
Proserpina
Aquel era un reino frío, oscuro y solitario.
En sus
grandes salones, con paredes negras y lustrosas,
como
levantadas de aquel mismísimo suelo,
no retumbaba
nada que no fuera un silencio
más espeso
que la sangre de los hombres.
Ecos ocasionales,
traídos por brisas, cuyos
orígenes me
eran completamente desconocidos,
eran toda la
pompa que decoraba aquella
fortaleza taciturna, nacida como de las entrañas
de la
piedra.
Cada vez que
mis ojos aleteaban febril,
desesperadamente,
sobre cada
espacio y superficie en un intento
irreflexivo
por encontrar la grieta que me llevaría
a la
superficie, cada vez que mis ojos, como dos
girasoles en
busca del mañana, se topaban con
negro sobre
negro y sombra sobre sombra,
podía sentir
las garras del miedo aferrarse
con mayor
propiedad al blanco grácil de mi
cuello.
Y allí, en
medio de aquel terror eclipsado y solitario,
estaba él.
Alto como una columna helénica,
sereno como
posos vírgenes de agua oscura,
absoluto,
seguro y silencioso como la muerte.
¡Oh,
mi señor! En ti nunca encontré la suntuosidad,
la opulencia,
ni la vanidad que se enredaban
como frutos
propios en torno al cuerpo de los
otros
dioses. No alegabas nada, porque tus
reclamos
eran los únicos que no podían ser negados.
No
conjurabas guerras en nombre de nada ni
de nadie,
pues tus conquistas eran innegables,
tu mandato
absoluto y tu reino inexpugnable.
Y sus ojos ¡ah,
sus ojos! Eran un abismo
para
despeñarse. Un lago gélido y sin fondo
en el que no
podía reflejarme, pero que me llamaba,
casi
humildemente, para que me sumergiera en aquellas
negras e
inexploradas aguas y lavara de mi cuerpo
el olor, la
textura y el sabor que la superficie había
acuñado en
cada pliegue de mi alma.
Rara vez me
dirigía la palabra, nunca apaciguaba
mis temores.
¿Era yo acaso nada más que otra alma
perdida y
quejumbrosa implorando volver a la vida?
¿no podía
aferrarme pues a ninguno de sus favores?
Sentía, con
ferviente desesperación, que al pasar
mis horas al
lado de aquella estatua sólo terminaría
convirtiéndome
en una. Que con cada día se me arrebataba
incluso el
derecho de gozar del miedo. Y entonces, casi dichosa,
le daba la bienvenida
a las lágrimas, como prueba de que
aún podía
sentir y de que mi interior era salado y tibio.
Más de
repente, cuando yo estaba sumergida en un
estupor sin
fin ni comienzo, dos palabras suyas eran
capaces de
devolverme a la realidad. Nunca hablaba
de
trivialidades, eso se lo delegaba al silencio, de manera
que cuando
decidía tejer, como una complejísima
filigrana,
un pensamiento nacido de su reposada cabeza
y otorgarle
un camino de salida de la cueva de su boca,
yo no tenía
más opciones que dedicar toda mi atención
a cada uno
de sus sonidos. Me sorprendía inclinándome
hacia
adelante, como queriéndome beber cada una
de sus
sílabas y cada matiz de sus palabras, como
deseando escapar
del silencio que acechaba tras
cada una de
sus pausas.
Cada fibra
de mi cuerpo deseaba, con el ardor con
el que un
joven amante desea el cuerpo de su prometida,
alejarme de
él y de sus lóbregos confines. Yo era la vida
misma y la
vida de la superficie me llamaba. Cada segundo
que pasaba en aquel reino era un tajo
despiadado en el
cuello de la
madre tierra y era un instante en el cual yo cedía
un poco más
del calor de mi ser al frío tosco del inframundo.
Pensaba en
mi madre, en cómo sufriría mi pérdida, en la
manera en
que estaría sentada sobre su confusión y en que,
tal vez,
nadie nunca, excepto la muerte, vendría a reclamarme.
Empezaba a
declinar como una estrella que se enfría,
cuando un
rayo de sol logró abrirse camino hasta mí
a través de
todo aquel terciopelo negro. ¡Alguien
venía
a
rescatarme! ¡alguien venía a arrebatarme de las garras
frías de la
muerte y a devolverme al candor de la vida!
¡oh, divino
instante en el que mis ojos volvieron a encenderse
con la
profundidad del cielo estival, en el que a mis mejillas
retornó el
virginal rubor de las recatadas doncellas que
chapotean
secretamente en las fuentes de un arroyo,
en el que
mis labios nuevamente se hincharon bajo las
mieles del
amor juvenil y cándido, en el que mi cabello
hurtó del
sol sus rayos y se decoró con las luminarias
de los ritos
y festivales más desbocados de los hombres!
La vida me
tendía sus manos de diosa y me acariciaba
las mejillas,
susurrándome al oído una sinfonía
de flautas,
de campos cosechados y frutos maduros a
reventar. Yo
estaba tan embriagada de placer, tan gustosa
de felicidad y tan sumergida en la euforia que no
pude
encontrar
menos que milagroso el hecho de que en
aquel yermo solitario
existiera algo tan voluptuoso
como la
granada y decidí regalarle mi último y único
favor a
aquel dios terrible, aceptando seis semillas
en mi
lengua.
¡Oh,
juventud ingenua que tan desbocadamente te
apresuras en
tu carrera hacia la tumba! ¡tenías la
libertad al
alcance y escogiste las cadenas! Mi pecho
se agitaba
en remolinos violentos, en mis oídos,
tan
largamente acostumbrados a los susurros,
estallaba el
llanto de mi madre y tronaban las voces
presurosas
de los otros dioses, mi rostro ardía,
sin que yo
supiera si eran las lágrimas, la alegría o
la desesperación
lo que lo calentaba. ¿Debía regresar?
¿había
probado sólo unos segundos de vida para
tener que
volver por la muerte reclamada? Ahora
entendía
mejor el peso que se asentaba sobre el
corazón de
los mortales, la seguridad de escapar
hacia el fin
del mundo y aun así tener siempre al celador funesto
pisando los
talones. ¡Oh, desgraciada trampa, oh, ingenua
de mí! ¡siempre
lo supiste! La muerte no devuelve
lo que ya ha
conquistado ¡y nada, ni nadie, ni hombre,
ni dios, ni
poder alguno sobre esta tierra o las otras,
puede
imponerse sobre la voluntad del inframundo!
Mi madre
estaba furiosa. Su lengua era un látigo
dispuesto a
condenar a todos los hombres a morir de
hambruna,
una guadaña que arrancaba del seno mismo
de la tierra
las semillas y raíces y a su paso dejaba todo
frío y
estéril. ¿Si no estaba yo, la flor más
rara y exquisita,
para decorar
los campos y praderas, para qué adornar
la tierra y
para qué ofrendar a los hombres con sus frutos?
El gran dios
del Olimpo no podía permitir la índole de esta
calamidad,
de modo que la discusión siguió elevándose hasta
alcanzar el
fragor de una guerra que sacudía los cimientos
mismos de
los pilares del universo. Yo ya estaba fuera del
alcance de
las manos doradas de la salvación y el sufrimiento
estaba por
siempre escrito en la belleza de mi rostro.
Ellos, los
faustos y solemnes dioses llegaron a un acuerdo.
Que yo
moraría seis meses en la superficie y sería el
alma misma
de la fertilidad en la tierra. Los hombres
esperarían
mi regreso deseosos, apiñados en torno a
una hoguera,
y cantarían bajo cielos crepusculares derramando
el vino y
saboreando los frutos cuando desde las profundidades
yo
emergiera. Los otros seis meses debían ser invertidos
al lado de
aquel que ahora se había convertido en mi
esposo, y
con ellos llegaría el aterido invierno, arrastrando
sus pasos
decadentes bajo cuyo peso todas las cosechas
expirarían
como incensarios al aire el último aliento de
sus
dulzuras.
En contra de
mis creencias, mis primeros seis meses en
la
superficie, bajo las caricias pródigas de mi madre,
lograron
devolverme un generoso puñado de mi felicidad
perdida.
Volvía a ser capaz de danzar por las praderas y de
reír con mis
pies descalzos y mis cabellos enredados a la
merced del
viento. Las flores inclinaban sus largos tallos,
como
cuellos, y escuchaban gozosas las tonalidades de
mi canto.
Después el
inframundo me recibió con una bocanada gélida
que me
arrebató el aliento en vapores silenciosos exhalados
por mi boca
y me besó las mejillas con sus labios ateridos.
Aun así pude
entonces mantener la compostura
para
permanecer al lado de mi señor en aquellas largas
horas
contemplativas, alimentada por la idea de que cada
segundo que
pasaba, era un segundo que me acercaba más al
momento de
mi salida, cuando me reuniría con mi madre
y con las
alborozadas y joviales celebraciones en el exterior.
El caudal
del tiempo empezó a fluir como un río y mis
idas y
venidas se ataron en una rueda del destino que
giraba y no
podía detenerse. Una llevaba a la otra. Los
hombres, la
naturalezas y los dioses mismos entraron
a formar
parte de ese ciclo de abundancia y escasez
que se
repetía indefinidamente. Los años pasaron, uno
tras de
otro, y algo en mi interior empezó a modificarse,
primero
inadvertido, luego más patente, hasta que finalmente
fui
consciente del cambio que se efectuaba con cada temporada,
profundo
dentro de mi alma. Empecé a desear que mi
tiempo en el
inframundo no transcurriera con tanta rapidez.
En medio de
las algarabías y los jolgorios, de las risas
estruendosamente
desenfadadas y de las conversaciones
alegres y
superficiales, yo deseaba los silencios de aquel rey,
su serenidad, aquella superficie de agua
profunda e imperturbable ,
aquellas
conversaciones esporádicas cargadas de un misterio
que quedaba
suspendido en el aire hasta mi próxima llegada.
Después de
seis meses desenfrenados, de aromas extravagantes
y rayos
profusos tostando mi piel, mi estadía en el inframundo
se
presentaba como la oportunidad de descargar mis sentidos y de
apaciguar mi
alma con el quedo susurro de sus ríos interiores.
Aprendí a
apreciar la sinfonía del silencio, más hermosa y sutil
que
cualquier otra música que los viajeros y flautistas me hubiesen
presentado.
Crecía constantemente, se enroscaba sobre sí,
se reconfiguraba una y otra vez y se expandía
por entre las estrellas.
Cada
instrumento se encontraba en armonía dentro del silencio
y así,
también lo estaba mi alma.
La muerte me
reveló una belleza innata en la vida que nunca
antes había
experimentado. Una melancolía y una promesa del
mañana en la
fragilidad y sencillez de los gestos más humanos,
en la
valentía de enfrentarse a la vida cuando la única recompensa
posible al
final del camino era la muerte. La belleza nunca fue
más exaltada
por mis ojos. Ya no era la chiquilla que saltaba
loca de
alegrías pasajeras bajo cielos despejados y que corría
a refugiarse
en los brazos de su madre cuando el cielo se tornaba
negro y
amenazador. Era la mujer que saboreaba pausadamente
tanto la calma
como la tormenta, el trino de las aves y el estruendo
del trueno y
el relámpago, la risa desbocada y el llanto de los hombres.
Dejé de
pensar en la vida como algo ajeno a la muerte,
dejé de
pensar en la muerte como el castigo absoluto
que creía
que era. Sólo entonces su reino, mi reino, se reveló
como un
paraje cuya belleza no necesitaba engalanarse para
mostrarse
atrayente, al igual que mi rey. Su boca y su cuerpo
dejaron de
sentirse gélidos bajo el roce de mis labios y mis
dedos, su
voz se convirtió en el único bálsamo necesario
y digno de
mezclarse con las elegías de los muertos. Y yo fui
el puente
que llevaba muerte a la vida y vida a la muerte,
el
acontecimiento más natural ocurrido en una era dominada
por las
leyendas. El fruto de los vivos y la reina de los muertos.
_______________________________
Estefanía Figueroa Buitrago
Finalmente quiero cerrar con Lacrimosa, uno de los catorce movimientos de la obra maestra Réquiem de Wolfgang Amadeus Mozart.
Gracias para todos los que en este año
han sido asiduos a mi blog y que, aunque no me escriban, siempre están
pendientes de las actualizaciones. A ver si se animan a comentar, me encantan
sus opiniones. También mis felicitaciones para todos los que hayan llegado a
este punto. Reconozco que esta entrada estuvo ligeramente más larga que las
otras, pero sólo porque es una ocasión especial.
Un fuerte abrazo y feliz inicio de
semana.